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En boca de pocos: ‘La nave de los locos’



La nave de los locos

Jaime Ortiz


Puede que lo soñara desde chico. Quizá cuando por la radio escuchaba a “Juanga” mientras conquistaba Bellas Artes con el saco lleno de lentejuelas frente a un público deshaciéndose en aplausos. Ese era un verdadero show, de esos que se aprenden a disfrutar más allá que con los puros ojos. Por ello, cuando la oportunidad se le presentó más como urgencia, no dudó en elegir esa canción... esa que se corea en los grandes escenarios.


No había mariachis. A lo mucho, una pequeña bocina tronada, el chirrido de los rieles, el sonido del cierre de puertas, y los coros que soltaba la chiquilla que tenía en frente. Ambos tomados de las manos, abriéndose paso por el vagón en “fila india”. “Probablemente ya, de mí te has olvidado. Y, mientras tanto, yo te seguiré esperando”. La niña menea el botecito en su mano para invitar a la “coperacha” y pedir el paso. Ella es el faro que guía al cantante en la oscuridad eterna, donde la vista está de más y se puede vivir del movimiento.


La estrella, el artista vagonero, no se inmuta ni asusta con las zarandeadas del metro y sigue su show. Los ojos, blancos en su totalidad, casi no parpadean, pues la concentración se vuelve en punto clave para que las estrofas sangren cuando salgan de su garganta. “Por eso, aún estoy, en el lugar de siempre, en la misma ciudad, y con la misma gente… Gracias”. Pero él no espera ser aclamado con rosas, sino con lo que sea la voluntad del público.


Es consciente de la exigencia del respetable. Algunos tienen audífonos porque escuchar la canción genérica de moda número 856 les es más atractivo; otros dejan ver su gesto de incomodidad y algunos más se hacen los dormidos. La estación “Canal de San Juan” de la Línea Morada pocas veces ha visto tanto talento. Un señor del asiento del fondo se estira lo suficiente para depositar una moneda al botecito y regresa a su periódico, pues se clavó en una columna obradorista palera.


Y a mí me gana el sentimiento cuando el tenor ciego canta: “Que nunca volverás, que nunca me quisiste, se me olvidó otra vez, otra vez se me olvidó. Se me volvió a olvidar que sólo yo te quise”, y el corazón se me retuerce. Y me avergüenzo un poco al pensar que una decepción amorosa no puede doler tanto como tener que ganarse el pan cantando en el metro, más aún con los oídos sordos que no quieren rascarse el bolsillo.


La Línea A tiene su sabor propio, ya que es la conexión directa de la gran ciudad con el Estado de México... la periferia. La hija más desprovista de la estación madre “Pantitlan”. Vive en la eterna promesa de la expansión de estaciones, donde los municipios del área metropolitana sueñan, en las pocas horas de cama, con la gentrificación. Así, “La Paz”, “Los Reyes” y “Santa Marta”, se vuelven los embarcaderos modernos donde las combis parten como flotillas hacia muy, muy, pero muy lejano.


En el metro no todo es artisteada, sino que, incluso antes de abordarlo, ya se pueden ver los rasgos de la precariedad reflejada en nuestras raíces más dolorosas. En las escaleras que se elevan por encima de la “Zaragoza”, unas mujeres enrebozadas hablan en su lengua originaria, mientras ofrecen mazapanes con la mirada. En los trenes se comercia de todo. Los “pregoneros vagoneros“ ofrecen la novedad: cortauñas, paquetes de agujas, ungüentos de marihuana, soporte para celulares, chocolates, chicles, cacahuates, ¡llévele, llévele!


Pero, antes de que terminara el cierre de puertas, un hombre saltó dentro del vagón y se quedó quieto hasta que el tren avanzó. Luego, comenzó un performance que fue imposible de ignorar. Estoy seguro que más de uno pausó la música que escuchaba, pero no se quitó los audífonos justo como yo. El hombre parecía hacer magia con sus manos, mientras contaba una desgarradora historia sobre la paternidad fallida. Al final, pidió una moneda y cuando le di el cambio que tenía en el bolsillo, me respondió “gracias, carnal”.


Foucault alguna vez escribió sobre el desafortunado destino de los llamados “locos” en la Europa del siglo XV. Las bellas calles renacentistas no soportaban a los vagabundos merodeadores que no tenían ninguna utilidad social más que vivir del presupuesto asignado a las ciudades (en caso de que éstos fueran concentrados en centros de la locura), por lo que era común que algunas ciudades con puertos confiaran a sus locos con los marineros que navegaban hacia otros lugares. Los peligros del mar y la latente posibilidad de que fueran abandonados en pueblos desconocidos o tirados por la borda reforzaba la idea de que cada viaje que realizaban podía ser el último.


¿Cómo no sentirse parte de esa “nave de locos”? Cuando la periferia te escupe cada mañana en aguas turbulentas por rieles torcidos o el tráfico abultado, hay pocas opciones. La verdadera razón del por qué en el metro “donde cabe uno caben cinco” puede estar en que el pasajero se desprende de un poco de cordura al abordar. Porque Dalí tenía razón y el espacio se modifica. El tiempo no tiene forma y se escurre en todos lados, se retuerce, se extiende y contrae a su antojo. Yo pestañeé un segundo y ya habían pasado cuatro estaciones, es decir, una más de dónde tenía que bajar.


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