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En boca de pocos: jugo de naranja



Jaime Ortiz

28/abril/2022

Jugo de naranja


Existe un grupo selecto de películas que han sido arropadas tanto por la crítica como por el público, algunas de ellas han sido consideradas filmes de culto, teniendo gran relevancia contracultural que perdura a través de las décadas. Una de estas cintas es sin duda La naranja mecánica de 1971, que con la dirección de Stanley Kubrick construyó el retrato de una juventud perdida en plena modernidad, siendo este un sentimiento que por medio de las imágenes se heredaría a las posteriores generaciones.

Es casi imposible no ser hipnotizado por los ojos del joven Alex apenas comienza la película. Su mirada, a diferencia de las de sus cómplices (todos vestidos de blanco), solo es una prueba de lo que se avecina: una historia marcada por la ultraviolencia. Sus ojos recorren las calles en busca de problemas nocturnos, ya sea en una pelea de bandas, una golpiza arbitraria contra un vagabundo, o un asalto furtivo. Sus pupilas se dilatan con los recurrentes encuentros sexuales o las complicidades musicales con Beethoven.

Sus córneas se desgarran con los experimentos a los que es sometido para ser curado. La trama nos lleva a acompañar a Alex y sus "drugos" en el camino desenfrenado de la rebeldía, la violencia y el arrebato sexual en un distopía no tan alejada de la moral presente, la cual es puesta a prueba cuando el propio Alex es obligado a reformarse con métodos novedosos y polémicos.

Los sesentas habían representado una de las convulsiones más catastróficas para el mundo; la revolución ideológica y contracultural que experimentó el globo había engendrado dos constantes en la sociedad europea y norteamericana, el fatalismo y el hedonismo extremista.

La Guerra Fría congelaba hasta los huesos y las juventudes occidentales lo sabían. Stanley Kubrick, que para ese momento ya era un reconocido director con diez películas en su haber donde destacaban Espartaco (1960), Lolita (1962) y 2001: Odisea en el espacio (1968), se propuso a tomar una radiografía sobre las causas y posibles consecuencias de un malestar aparentemente callado del espectador europeo y estadounidense. La obra de Kubrick sería una adaptación de una exitosa novela de Anthony Burgess pero se desprendería de ésta hasta lograr su propia identidad.

La existencia de Alex y sus "drugos" tienen el mismo efecto que el de un chorro de agua que sale por una fisura en un tanque de agua sellado por la felicidad. Sus acciones reprobables son la resistencia misma a la aceptación de una alegría impuesta por el autoritarismo, los ojos fijados en una realidad dolorosa son abiertos a punta de golpes de cadena, bastón y navaja. Tal es el caso de cualquier personaje que se topa con los jóvenes vestidos de blanco, quienes son víctimas de hechos traumáticos, o mortales, y despiertan de la fantasía del Estado protector y efectivo. La violencia como ruptura del orden social también es un agente de liberación alienadora.

A pesar de la peculiaridad que supone, la elección de Beethoven para la musicalización de la película toma sentido tanto en el contraste de las notas apacibles con la violencia mostrada en pantalla, como en el propio crítica al uso institucional que se le ha dado a la novena sinfonía, hasta el punto de ser llamada “El himno a la alegría”, por parte de Estados inclinados hacia el autoritarismo.

Las notas del compositor alemán son profundas, tanto que pueden ser llenadas con cualquier sustento ideológico y moral. Siendo así ¿por qué no podrían ser recipiente de la ultraviolencia? La novena sinfonía es un símbolo europeo innegable, el cual al ser expuesto de la manera en la que el filme lo hace, sin duda denota el fracaso impregnado en las calles de la distopía de Kubrick y Burgess, un espacio con personajes de felicidad automatizada y valores impuestos en favor al régimen.

Pero los esfuerzos disruptores de la violencia juvenil ejercida sobre los ciudadanos son apagados como una llama que se autoconsume; en este caso por la propia mano de los "drugos" de Alex. El Estado, al buscar monopolizar la coacción, somete por medio de una institucionalidad brutalizada a Alex, quien bajo el “cuidado” de la cárcel se somete a experimentos que lo privan del placer musical de oír a Beethoven y a la violencia, claros placeres contrastados que bien podrían ser traducidos como expresiones contraculturales cuando se recuperan de la propia postura revolucionaria.

La cinta de Stanley Kubrick, más allá del cuestionable trabajo de adaptación, se establece como una parada obligada para cualquier espectador que desee, o necesite, una película que le "escupa a la cara" y reorganice las sensaciones atrapadas en su vísceras.

La inquietante actuación de Malcolm McDowell como Alex DeLarge es tan magnífica que la historia se lo reconoce.. La rigurosidad puesta en la manufactura de cada toma es exquisita, desde los fondos hasta el vestuario y el maquillaje, todos estos aspectos compartiendo características dignas de un post apocalípsis. Por lo que todo se conjunta como una crítica orgánica, que no grita a los cuatro vientos sus pretensiones, sino que las muestra de manera efectiva. Aún con los cambios generacionales, La naranja mecánica nunca habrá sido lo suficientemente exprimida.


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