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Del otro lado del camino


Imagen: Jaime Ortiz


2 de febrero 2023

Por: Jaime Ortiz


Del otro lado del camino.


La tarde abandonó el departamento mucho antes de que cerrara las cortinas. Los puestos esquineros de comida rápida comenzaban a instalarse, calentaban sus hornos y fijaban los trompos de carne. Encendí la cafetera y me quité los zapatos. Sobre la mesa de centro descansaban las cartas encima del periódico. Tomé asiento en el lugar más cómodo de la casa, justo en la orilla de la alfombra, junto a la mesa y debajo del foco que iluminaba mi nuca.


Seleccioné una de las cartas, escogiendo la menos maltratada de todas, esperando también a que fuera la más reciente, luego retiré el sobre. Estaba a un mes de la fecha, leyendose con el puño y letra de María, mi madre, directo de Catemaco.


Hola Jorge, es más que obvio que no quieres saber de mí, y no sólo me lo dice tu ausencia, sino también tu tía Clara; el aire no me habla de ti y sobre todo los pájaros, ya no me cantan tus sentires. A ninguno de ellos los culpo, ni siquiera a ti. He estado pensándolo mucho todo este tiempo, y no se trata de culpas, si no de heridas, de esas que deben ser curadas cuanto antes, ya que se pueden infectar. Es curioso que siendo tú, están más abusados los gatos y perros en eso de estar lamiéndose las llagas. Ando angustiada por ti hijo, he escuchado que las cosas se están poniendo muy difíciles en México. No es que crea que eres pazguato, sólo que ya ves cómo somos las que hemos amanecido del vientre. Nada más te puedo decir, que desde acá te cuidamos, pedimos y oramos por ti, no sólo yo, varios.


Han pasado varios marzos desde que te fuiste, y fue en una ocasión de la Gran misa negra donde sentí como algo no estaba para nada bien, la preocupación no me dejaba ni respirar. Entonces fui allá a la sierra donde Gonzalo, a visitar al señor de la cueva. Y ya frente al mero Diablo, me dijo que algo andaba mal contigo, que según ya te iba a llevar la milagrosa. No te estés metiendo en broncas que no son tuyas, y si lo son, no la chingues y arreglalas lo más rápido posible. Ya estuvo bueno de terquedades.


A pesar de que nunca me has contestado, ni por cartas, ni llamadas, ni recados con tu tía, tengo la esperanza de que leas esto. Las personas cometemos errores, comprendo tu dolor y tu pesar, así que por favor, tú trata de comprender mi preocupación y amor, que tantas noches me ha costado.


Con amor, tu madre.


Abrí unas cuantas cartas más, todas eran muy parecidas a la anterior. Dejé la posición encorvada y me eché para atrás hasta que estuve acostado en el suelo. Pensé en el hogar y en casa, remarcando las diferencias entre éstas y dándome cuenta al mismo tiempo que quizá sí extrañaba Veracruz, tal vez me había enamorado tanto del caos, que no me percaté de la tragedia alojada en un rincón de alguna de las costillas de mi costado derecho, pidiéndome regresar al hogar.


Cerré los ojos. La radio transmitía Nessun Dorma, acariciando sus cuerdas y sus vientos por toda la sala. Imaginé una lucecilla que revoloteaba como luciérnaga en mi nuca, primero moviéndose de manera errática, hasta que después encontró rumbo deslizándose sobre las notas dibujadas en montañas desembocadas a través de ríos nebulosos, postrándose después frente a mi nariz. Se coló

dentro de las fosas nasales, desplazándose desde la tráquea hasta el estómago. El aire se puso más denso, al igual que la sangre que corría por mis venas, como si tratara de ahogar al pequeño brillo mientras éste recorría todo mi cuerpo, haciéndome padecer un par de cosquillas. Sentí el polvo en los dedos, la apertura de los poros en la piel y mis pulmones expandiéndose con cada respiración.


Pronto comencé a escuchar cómo las olas de la costa de Playa Escondida se tragaban al piano, a los violines y violonchelos, arrastrandolos al corazón del mar, que clamaba por escuchar Turandot. Entonces me convertí en la siguiente posible víctima del océano, siendo mojado por las misma marejada, sólo que no amenazaba con llevarme dentro, sino que optaba por acariciarme delicadamente, como las plumas de las aves cuando caen sobre el césped. Yacía empapado por el agua salada, acechado por la arena incluso dentro de mi ropa interior, imperante en la playa y con la cara siendo latigueada por los rayos del sol. Tenía 30 años menos y aún no conocía el smog o los cielos grises ni en las más salvajes pesadillas. Juntaba los dedos de los pies uno contra el otro, sintiendo los roces de los granos de arena, saboreando la sal de los que por equivocación se habían perdido en mis labios. Las grandes olas golpeaban la costa cada ocho minutos, había dejado de contar cuántas pasaron después de la quinceava. <<¡Jorgito! ¡Quítate de ahí, pinche escuincle, te vas a quemar!>> gritaba mamá, desde una palapa.

No me moví ni respondí, las conchitas no hacían eso, ellas sólo esperaban a ser arrastradas por el mar nuevamente, moviéndose así por toda la playa, el océano o el mundo, y es que eso quería, dejar de ser Jorge por un momento y convertirme en una conchita. Así fue durante unos minutos más, hasta que sentí como mi madre me tomaba por el brazo y me levantaba, sacudía mi trasero y mi playera blanca. <<Ya nos vamos Jorgito. Ya no hay nada que hacer aquí >> dijo mi madre, nuevamente.


Me senté en la ventana del camión de regreso a casa, miraba a las personas que vivían engañadas, convencidas de que la buena vida venía incluida con el dinero y no con la naturaleza errante de las conchitas. Mientras, mamá no paraba de hablar <<...No ́mbre, esta señora Cuquita, nunca se pudo recuperar desde que se le ahogó su chamaco, yo le he explicado muchas veces que eso le iba a hacer mal, las heridas si no se atienden, se infectan...>>. El camino se volvía empedrado, ambos nos movíamos sobre el asiento, de lado a lado en el mismo lugar <<...Así las heridas del corazón, si no se curan, luego se vuelven enfermedades muy feas, ya ves, a Cuquita le dio cáncer por andar cargando esa pena...>>, podía oler las cocadas y los garapiñados ofrecidos por un vendedor al fondo del camión <<...Una quiere ayudar, pero ya cuando el mal se regó por todo el cuerpo, no se puede hacer gran cosa, nada más resignarse>>, compré un puñito de cacahuates.


Era viernes, los niños jugaban con un balón ponchado y los gritos de gol se esparcían por la plaza del pueblo. Que suerte tenían algunos. Veía aquella expresión de satisfacción y emoción en sus rostros al beberse un tarro de agua de sandía o al comerse un plátano bajo la sombra de un mastate.


Era viernes, rodaban cándidos con sus bicicletas entre las calles, desafiando el viento a contrapelo, sin miedo. Que dicha se traían unos cuántos. Imaginaba ser igual de valiente, ahí postrado ante las miradas expectantes de varios hombres mientras mamá me amarraba una bandana, cubriéndome los ojos. <<¿Crees que funcione, María?>>, Voces que amenazaban con multiplicarse cada vez más, aparecían intermitentes en los rincones de la lúgubre habitación, me aferré de la silla en la que estaba sentado.


Era viernes, y como cada semana, desde hace cinco años, tendría que esfumarme tantito, soltarme por un rato del cuerpo y abrirle las puertas al otro mundo. Aún no podía leer o escribir, cuando ya tenía más de 40 cartas redactadas por mis manos con el alma de alguien más. No sabía quién o por qué, en mi mente sólo existía el paliacate, la oscuridad y las voces, luego cuando todo había acabado, los aplausos y las rodillas al suelo de los devotos y escépticos, esos cuyas preguntas habían sido respondidas en una hoja de papel.

Cuando cumplí catorce años, mamá decidió que la Psicografía (la escritura a través del “otro lado”) se había quedado corta y que era momento de subir de nivel. Dejé, por un momento, de ser un niño para convertirme en una antena viviente, un radio receptor humano.


Encendieron un cáliz lleno de copal colocado en el centro del cuarto, el aroma, junto con las fragancias de la artemisia, mirra y belladona, envolvió a los asistentes, incluyendome con ellos. <<María, creo que deberíamos amarrar al muchachito, por si las dudas...>> escuché la voz del más anciano de los presentes, era un viejo indio sonorense que se había quedado un tiempo en la localidad debido al congreso de brujos, tenía la mirada tosca, así como las manos callosas; mamá asintió aprobando la propuesta.


El indio viejo tomó una cuerda gruesa, pidiendo la ayuda de un hombre un poco más pequeño que él para que me sujetara, pues yo ponía resistencia, pataleaba y gritaba pidiendo auxilio a mi madre, que seguía juntando algunas hierbas para seguir quemando.


El Indio cumplió su cometido, agregando un pañuelo en mi boca para callar mis quejidos, éste se llenó de lágrimas y mocos emanadas desde las súplicas ignoradas. <<Ay, si supieras lo que vas a hacer muchachito... >>, decía el indio con voz rasposa y un extraño efecto de eco <<... Para mí, el sólo hecho de estar aquí, viéndolo, ya es un privilegio, deberías de sentirte agradecido de ser tú el que va a recibir al gran maestro. ¿Lo conoces? El hombre al que le vas a prestar el cuerpo, na ́ mas un ratito, fue el mero mero de los señores diableros, trátalo bien y te aseguro que sabrá compensarte...Tienes talento muchachito, mucho talento>>.


Uno de los presentes, que pareció salir de las sombras, sacó un tambor hecho a partir de piel de cordero y comenzó a tocar de manera pausada, lenta pero firme, yo no sabía que así se escuchaba una marcha y aún así, se que hizo retumbar más allá del centro de la tierra. Infinidad de manos salían desde la penumbra oculta en los rincones de la habitación, saltaban los dedos y brazos sin aparentes cuerpos a los que estuvieran unidos. Sobre la mesa, acomodaron una vela encima de un cenicero, la llama permanecía baja, apenada.


Mamá tomó el cáliz con sus manos mientras las demás personas en la habitación formaban un círculo, lo mostró hacia el norte, miró al sur, después se direccionó al éste y al oeste, para finalizar con ofrecerlo al cielo, levantando los brazos hasta lo más alto para después ponerse en cuclillas, respondiendo a la tierra, luego se acercó a mi ombligo y comenzó a soplar el humo del copal hacia mi pecho, tratando de llegar al corazón; el tambor gritaba más fuerte, ella desvió la humadera hacia la cabeza, pasando por la espalda y bajando hasta los pies, colándose entre los dedos. Mi madre comenzó la cuenta <<Diez...Nueve...Ocho...>>, respiré el humo, éste me adormeció el cerebro, <<Siete...Seis...Cinco...>> la vista amenazaba con nublarse y mis manos advertían un reposo separado a mis impulsos. Pronto los latidos de mi corazón se emparejaron con el sonido del tambor, siendo un mismo ritmo el que marcaba el compás de la sesión <<Cuatro...Tres...>>. La vela, hasta el momento paciente, acrecentaba el ardor de la llama, danzando con el son predominante en el cuarto, hasta que sin previo aviso se apagó, dejando todo a oscuras, cerré los ojos <<Dos...Uno...>>. Las tinieblas se apoderaron del lugar, sólo estaba yo, las fragancias yerberas y el pulso del tambor.


<<¡Guarden silencio, oigan al aire y a la tierra estremecerse!>> escuché una voz que parecía no salir de algún lado en específico, sino que se esparcía en la vacuidad de la penumbra. <<Caminen, errantes, marchen hasta que las plantas de sus pies reventadas purifiquen con su sangre el camino de los olvidados>>. Abrí los ojos, y entre la oscuridad se arremolinaban pequeñas luces incandescentes que pronto hacían formaciones en línea y se echaban a andar una detrás de otra. La luz del lugar, semejante a un gran llano, se escapaba con el movimiento de los presuntos “foquitos”, entonces los seguí. Conforme más me acercaba, más podían distinguirse siluetas amorfas, abriéndose paso entre la oscuridad para finalmente, caminando junto a ellas, poder ver que se trataban de personas que conducían las pequeñas luces en sus manos. Las más afortunadas de ellas sostenían veladoras al frente, ya sea para iluminar su camino o para que se distinguieran entre sí y no chocaran unos contra otros.


A pesar de eso, la gran mayoría corría distinta suerte, pues mantenían el dedo índice levantado y encendido, haciéndose evidente la piel y los tendones chamuscados por el fuego. Se movían con rumbo fijo, nunca miraron hacia atrás ni a los lados. No era de extrañar que más de uno se estrellara conmigo, pues me mantenía quieto, contemplando la marcha de las ánimas.


<<¡Abre paso, chamaco!>> dijo nuevamente la voz omnipresente, <<Déjalos en paz, éste no es tu momento, aún no>>, sentí una embestida en el costado derecho, se trataba de un niño de piel blancuzca, apagada, fría, el cual siguió con paso firme <<Eres muy joven, pero no te creas, eso no garantiza nada >>.


Pensé en preguntar por la razón que cegaba y orillaba a la terquedad a los marchantes, pero antes de pronunciar palabra alguna, la voz se me adelantó <<Son las ánimas que vagan solitarias, allí puedes ver a los banqueros, los boleros, los zapateros, los pasteleros, los abogados, las pregoneras, las vividoras, los soñadores y los relinchantes, míralos, están cegados, no viendo más allá de lo que iluminan sus manos, caminan esperanzados aún sin haber sido hombres de fé, lástima que ahora no depende sólo de ellos, como antes, cuando sudaban entre los tuyos; ahora dependen de los que pisan tierra firme y sueñan, de los que son iguales a ti, muchachito, depende de que no se olviden que alguna vez comieron del mismo plato y compartieron el mismo aire...>>, me hice a un lado para no entorpecer el paso rígido de las siluetas, pero no dejé de seguirlos a la distancia. Caminaba a la par, escuchando los jadeos de cansancio, dolor y angustia característico de los peregrinos. Sentí la textura fangosa en mis pies, y observé cómo se iban hundiendo unos cuantos en el suelo, sumiéndose a la vez que chancleaban para salir, otros no intentaban algo diferente más que seguir adelante con los pies ya destrozados.


—Vámonos de aquí, la oscuridad ya casi llega —susurró una vocecita a mi lado, seguido de un pequeño toqueteo en el hombro—, no te quedes ahí parado.


—Sí —dije con un temblor en el cogote.

Se trataba de una pequeña sombra aferrada a su pasado de niño, con un rostro apenas reconocible en la que se desdibujaban unas cuencas rotas, sin nariz ni boca, sólo el vacío de su mirada, armonizando con el desértico paraje.


—Ya verás que para allá todo está mejor —agregó el niño, como si él mismo intentara convencerse de lo que decía.


—¿Y qué pasa con los que se quedan atrás? —Pregunté, mirando detrás mio, estando al pendiente de las siluetas solitarias que desaparecían a lo lejos.


—Nada, eso pasa, nada. Son los olvidados, se los come la oscuridad, se los lleva la nada. Aquello de lo que toda su vida (y muerte), trataron de evitar. Lo malo es el olvido, no la petateada.


—¿Y para dónde vamos?


—Pos qué no tas viendo, pa ́ allá.


—¿Y qué hay allá?


—Cosas mejores, cosas que no sean éstas de acá.


—¿Y la voz, qué pasa con la voz?


—¿Y ora cuál voz?, No ́mbre, me cae que tú estás re loco. Ya mejor callate y siguele dando a la caminada, que ya falta poco.


—¿Cuánto? —Poco.


Seguí el paso junto a las ánimas, iluminandome con las veladoras y dedos encendidos, siempre viendo para el frente, esperando, al igual que ellos, cosas mejores. Pero no faltaba poco, ni mucho, sino que nadie sabía con certeza a cuánto se estaba de llegar. De vez en cuando me percataba de los susurros en el oído, murmullos muy distintos a los lamentos espectrales que me rodeaban, palabras con sabor a los besos de mi madre, escupidas por un viento apestado de azufre <<... Te pido señor por la pronta recuperación de mi hijo, Jorge...>>, y después los pasos, las penas hurañas y el silencio , <<... Que regrese a los brazos de...>>, y luego la llanura, el crujir de los huesos y el polvo afónico. El espacio hosco se abrió sobre nosotros por todo el viacrucis, donde el camino mordía y la nada se relamía los bigotes, esperando engullirnos.


<<¡Jorgito! ¡Jorgito! ¡Contéstame Jorge!>> Seguían los aires soplando mensajes alrededor de mis orejas, jugueteando con mis lóbulos, súplicas que habían dejado la discreción hace rato y gritaban mi nombre con angustia, una serie de escalofríos me atacaron, paralizando mis piernas. Fue la primera vez en mucho tiempo que volví a escuchar la voz áspera, estridente y ubicua <<Chamaco, ha llegado el momento de que te vayas de aquí, te llaman, te buscan, vete, espero no verte pronto, y cuando eso pase, preferiría que siguieras respirando y no tener que estar mirándote caminar entre estas almas>>. El grupo de luces se alejaba por el engañoso horizonte, me quedé inmóvil, intentando despertar un mínimo de algún músculo de mi cuerpo.


Sude frío al pensar en la nada y el olvido acechante saboreando mis espaldas. <<No te preocupes chamaco, ya quisieran aquellos tener a alguien de los que te esperan en casa, no hay nada de qué temer, sólo cierra los ojos>>, traté de controlar la respiración que parecía galopar desbocada a través de la tráquea, golpeteando las vértebras, y sin más, cerré los ojos y conté: Diez... Nueve... Ocho... Siete... Seis... Cinco... Cuatro... Tres... Dos... Uno.

Se hizo la luz, era una ráfaga cegadora que se acrecentaba mientras más abría los ojos, escuchaba los tambores incesantes y las flautas optimistas. <<¡No es cierto, está despertando!>> parecía decir la tía Clara antes de deshacerse en llanto y acercarse hasta mí. Sentí sus frescas manos y sus lágrimas calientes, traté de levantarme para abrazarla pero no pude, miré mis piernas y encontré ramas donde habían crecido troncos, igual que los brazos, ambos se convirtieron en mondadientes, en las espinas ocultas en la carne del pescado. Luego atacó la sed y el hambre, así como mi madre, que se apresuró a abrazarme y besarme, disculpándose una y otra vez por aquello de lo que nunca se arrepintió.


La ópera había terminado desde hacía mucho, en la habitación solo se escuchaba la estática y las gotas de lluvia que caían por la ventana. Miré el techo y con ello a una pequeña araña que bajaba deslizándose por su telaraña hasta el librero. Las cartas estaban regadas por toda la alfombra y yo me sentía aún más agotado que antes.

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